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Resumen

El uso del término innovación se ha expandido de tal manera que a su sola mención, en algún campo del quehacer humano, se le atribuyen connotaciones particulares y propias. En la mayoría de los casos, cuando se habla de innovación no se sabe si se describe un fenómeno, un concepto, una idea, una teoría o una doctrina. El término ha sido utilizado con demasiada frecuencia y algunas veces con ligereza, que ya no se sabe lo que realmente significa. Estamos, pues, frente a una polisemia. Pero convengamos, por ahora, que es una idea. El uso ampliado de innovación se ha transformado en Idea. Y las ideas, como ya lo afirmara el filósofo español G. Bueno, no bajan del cielo ni salen de la mente: brotan de conceptos de las categorías científicas (matemáticas, biológicas, etc.) o de las categorías tecnológicas (políticas, industriales, etc.) o, en general, de conceptos tallados precisamente en el curso de la praxis. Los discursos políticos, económicos, científicos, tecnológicos, sociales, culturales, por mencionar los más comunes, encuentran en la innovación un objetivo, una conducta, una preocupación, un desiderátum, o cualquier tipo de valor para se transmitido como idea. A la innovación se le asocia en la mayoría de los casos a la mítica idea de progreso que tanto se manejó desde el s. XIX y la primera mitad del s. XX. Idea de progreso que mucha tinta hizo correr y discursos pronunciar, pero ya frente a las realidades de la segunda mitad del s. XX y en los años vividos del s. XXI ya pocos buscan tan anhelado propósito que con dificultad se puede sostener.  Desde principios del siglo XX, el economista J. Schumpeter introdujo el concepto de innovación en su “Teoría de las innovaciones” (Theorie der wirtschaftlichen Entwicklung [Teoría del desarrollo económico], 1911). Desde entonces, la innovación ha estado asociada fundamentalmente al campo categorial de la economía, o mejor dicho a la economía política. Este historiador de la economía, definió la innovación como el establecimiento de una nueva función de producción, más allá del capital y del trabajo, la asoció a lo que llamó la “destrucción creativa”. Asimismo sugirió que invenciones e innovaciones eran la clave del crecimiento económico, definiendo a los actores de ese cambio de manera práctica como emprendedores. Es decir, Schumpeter le dio nombre a un fenómeno ya observado en el pasado por agudos pensadores como el alemán C. Marx, cuando al estudiar la dinámica del capital se dio cuenta de la necesidad imperiosa de introducir novedades en el proceso de producción de mercancías, a fin de garantizar la generación de la plusvalía relativa en el ciclo del capital.  Como sucede con los nuevos conceptos en las ciencias, el descubrimiento no significa que el fenómeno no haya existido antes. Aparece el concepto, pero con anterioridad ya existía el fenómeno. Durante cientos o tal vez miles de años los agrimensores trabajaron con los saberes técnicos que luego se convertirían en los teoremas de la geometría. Nacía así, hace 2.500 años, la primera ciencia moderna. De igual manera, el descubrimiento del oxígeno a fines del s. XVIII no significó que los seres vivos no lo necesitaran en el aire desde su aparición sobre el planeta. No obstante la naciente ciencia química generó el concepto a finales del s. XIX. Nombrar la innovación como concepto en los procesos económicos y empresariales no significa que no existiera con anterioridad. Tribus, etnias y más adelante las sociedades políticas que dieron origen a los actuales estados-nación, ya notaron la presencia del fenómeno. Es sencillo de entender porque la innovación no es sino “producir algo nuevo“. Desde hace milenios los seres humanos  hemos lidiado con producir lo novedoso, es decir lo que hoy se llama la innovación. Las técnicas se sitúan en el momento anterior a la constitución de una ciencia. La fusión de la técnica con la ciencia no es sino la tecnología. Las tecnologías suponen ya una ciencia en marcha y abren el camino a nuevos desarrollos, a las novedades. Por ejemplo, la existencia de la técnica de los hornos, a lo largo del curso histórico tiene un vínculo claro con los reactores nucleares. Así, hornos y reactores nucleares tienen la misma esencia, la esencia térmica. Igual sucede con la escritura. De los grafos antiguos de hace miles de años se desarrolló el lenguaje escrito y la informática. Los grafos son la base de la tecnología contemporánea con la cual nos podemos comunicar a través de artefactos como el ordenador o el celular. Las técnicas, las ciencias y las tecnologías trabajan con conceptos. Cuando los economistas propusieron en su campo categorial a la economía política para denominar innovación a la aparición de novedades en la producción y en los negocios, se estaba construyendo un concepto. A lo largo del pasado siglo, el desarrollo del concepto innovación estuvo asociado al campo categorial científico de la economía, con todas las limitaciones y reservas que tal denominación produce. Durante el s. XX, autores de las ciencias económicas como el austriaco-estadounidense P. Drucker, el estadounidense R. Solow, el francés J. Parent, el argentino J. Sabato, el británico C. Freeman, los estadounidenses M. Porter y C. Christensen o nuestra compatriota C. Pérez, por solo mencionar algunos, fueron agregando componentes adicionales al concepto acuñado por J. Schumpeter, con el propósito de mostrar las peculiaridades de los contextos donde puede aparecer la innovación, tanto en lo macro como en lo micro. Los investigadores se dieron a la tarea de focalizar el concepto en los ambientes que les interesaba. En lo básico, la innovación como concepto encontró mayor eco en el mundo anglosajón. Aparecen así derivados de la innovación como los que proponía Drucker para empresas y emprendedores, hasta la propuesta de adjetivar la innovación con complementos como lo disruptivo para enfatizar la ruptura que significa en las organizaciones e instituciones la aparición de la novedad. Estamos ahora, pues, frente a la idea de innovación que nace de un campo categorial de las ciencias humanas, la economía política. Por tanto, el concepto y la idea misma tienen, sin lugar a dudas, una connotación social muy importante. Y tal y como están las cosas, no es gratuito afirmar de forma categórica que toda innovación es social, eminentemente. No hay innovación que no lo sea. Ahora bien, hay que preguntarse, entonces, sí toda innovación es social, por qué insistir en ese tipo especial de innovación, la “social”. No hay duda alguna que cada sociedad política genera sus propios conceptos, ideas, teorías y hasta doctrinas para lograr la cohesión, tejido social y mantenimiento en el tiempo. El objetivo es la preservación del buen orden entre sus componentes. Los poderes del Estado se ejercen, pues, en consecuencia, en la preservación y el logro de ese objetivo. Se ejerce tanto en el sentido descendente como en el ascendente. La generación de riqueza y la participación de los estados-nación en el contexto internacional obligan a echar mano de todas las capacidades e ingenio de su base material: su territorio, sus recursos y su población. Se busca estimular, por tanto,  los poderes generadores de las mayorías y convencerlas de inventar, de usar el ingenio, de ensayar nuevas maneras de hacer las cosas. Entonces, en este contexto, ¿tiene sentido el “inventamos o erramos” del maestro Rodríguez? Pero hacerlo no es sencillo. Si se quiere inventar e innovar se exige rigurosidad, recursos y tiempo. Quienes emprenden el intento de generar un nuevo concepto o enriquecer uno ya existente, necesitan de abundante investigación científica para proponer una interpretación distinta a la de los conceptos, ideas, teorías y doctrinas dominantes. La acumulación y descripción de solo experiencias no es suficiente para alcanzar ese objetivo. El énfasis en la innovación como factor clave para el desarrollo empresarial y el crecimiento económico de las naciones, es difícil erradicar como idea en el pensamiento político actual. Máxime cuando la permanente dialéctica entre imperios, naciones y clases muestra cuán importante resulta la tecnología en estas confrontaciones. Pero la idea dominante de innovación ha sido apropiada por la ideología neoliberal. Su trituración no es tarea fácil de lograr. El determinismo tecnológico, como motor de la historia y el fundamentalismo tecnológico, al considerar que todo es tecnología, se convierten en obstáculos difíciles de superar. Queda otro camino, tal vez el más fácil, inventar un mito. Es decir, hacer creer que la innovación puede surgir de manera casual y no detrás de una búsqueda sistemática y continuada de ingente cantidad de personas con disposición a buscar distintos caminos de hacer las cosas. De hacerlas de la mejor manera y con disposición a enfrentar los problemas por encima de las dificultades. No obstante, no es asunto solo de voluntad, se necesita capacidad y mucha investigación en las múltiples categorías de las ciencias. El ingenio puede llegar a ser una constante en quienes quieren y pueden salir de lo trillado para buscar y encontrar la novedad. Solo el debate permanente, pensar contra las ideas dominantes y recordar que las ideas no nacen en la cabeza de la gente sino de las operaciones de los humanos resolviendo problemas, es la guía segura. Es necesario tener los pies sobre la tierra y trabajar con proyectos acordes con las capacidades existentes, lo demás conduce a la frustración y al seguro fracaso. Ni la ciencia ni la tecnología de los venezolanos se construye para fracasar. A doscientos años de la emancipación la nación venezolana no se puede dar ese lujo.

Biografía del autor/a

  • Luis Marcano , Universidad Central de Venezuela

     marcanol48@gamil.com

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Publicado

20-07-2025